Por Bruno Bosio

En los viajes siempre hay momentos en los que hay que esperar.

Seguro que esto difiere mucho si un@ está viajando sol@, de a dos o en grupo, pero aunque el viajero o viajera viaje sol@ y no dependa de nadie y esté convencid@ al cien por cien de hacia dónde van sus pasos, en alguna parte de su viaje lo agarra ese momento de sentarse, y esperar.

¿A esperar qué?

No me refiero a esperar la resolución de un trámite burocrático, o pararse en la fila del supermercado o dar vueltas aburrido hasta que salga un colectivo.

Al que hacer de nuestros amigos caninos, al visualizar un buen espacio para relajarse, soltar la mochila a un costado, y como el movimiento que genera una pluma que cae desde el cielo al suelo, desplomarnos lentamente, en la tierra fría, en el cemento caliente, en el banco de una plaza…en donde sea, a esperar.

Sin que apure el tiempo, casi sin pensamiento. Solo a mirar, a olfatear, a estar.

¿Y para que “esperamos”?

Cada un@ tiene sus motivos. Algun@s lo llaman relajar, meditar o reconectarse. Otr@s esperan tocando, jugando, con la música, los malabares o cualquier arte. Otr@s no lo hacen nunca…o tal vez de otras formas.

Para que el trajín cotidiano de los pasos descansen, tomen una pausa, yo espero para ver con claridad lo que pasa alrededor, esté donde esté, en el medio de una gran ciudad o en la última calle de un pueblito cerca del mar, en lo alto de una montaña o al costado de una ruta a autostopear.

Para descansar el cuerpo y procesar el infinito devenir cotidiano de momentos, encuentros y sentimientos que el camino genera (aunque a veces estas esperas sin tiempo producen nuevas anécdotas y más encuentros)

También a visualizar los pasos que vendrán… una pausa en el camino, a esperar, nunca viene mal.